texto curatorial
José Jeremías Castro
Del Barroso tectónico, hacia una geografía imaginaria
Cuando uno se echa a andar casi siempre puede observar cómo las piedras mapean los caminos, como huellas en disposiciones que a fuerza de tránsito ocupan su lugar. Son incontables las metáforas que suscita esa escena para el pensamiento -la del caminante, la del andar, la de las piedras ahí-. Pero tomemos una que a la imaginación redoble su apuesta por la búsqueda de un objeto: la piedra arrojada. Allí el salvaje ludismo intersecta el gesto agresivo en un acto y ejercicio de constancias históricas.
Piedra tomada
Piedra arrojada
Piedra dolida
Piedra caída
Podemos decir que las piedras -piedra-huella, piedra-señal- asaltan el espacio, disponiendo, señalando, cartografiando fuerzas y potencias de un modo bastante curioso: a través de un conjuro metafórico que solidifica en imágenes y gestos el desencadenamiento rudimentario del objeto. Así, el acto catacrético transfigura la grieta y pasaje de la roca a la piedra, en paisaje.
Hay quién se preguntó alguna vez por cómo se reproducen las piedras. Pues bien, allí podemos pensar que las figuras incontables que suscitan las vuelven también transporte de imágenes. Van dejando y poniendo en serie escenas. Esas son imagos que persisten en su peso y que transfiguran una memoria de pliegues tectónicos. Donde se solidifica su material y hay una tosca cooperación entre el tiempo, las distancias -que aterran a las escalas humanas- y el grano mineral: la petrificación.
Piedra cortada
Piedra molida
Piedra soplada
Piedra pintada
La imago insiste. El mito de volverse piedra y la sólo imaginable y horrorosa eternización geológica. Allí vuelve, retorna su peso pero con otra gravedad. Gravita nuestra idea sobre una superficie dérmica rocosa de fantasía, que casi podemos sentir. El tiempo y la memoria en la sensibilidad del tacto, en las piedras y el mineral, en el uso de su jerga perdida. Insiste la memoria tectónica, en sus pliegues de tiempo, desde páginas fósiles. Pero al fin, en ellas el vacío y el exceso de significados.
Las rocas que caen, que siguen cayendo, y que en su lento desmoronarse hacen figuras, son los frutos del desierto cubiertos por el escarpado y rústico velo del aparecer. La piedra es tomada nuevamente, pero ahora desde su presencia insoportable, la potencia poética. Así es arrojada hacia distancias impensables como piedra aérea. Un gesto lapidario: el peso gritando y amenazando a su objetivo.
Piedra labrada
Piedra afilada
Piedra lanzada
Piedra herida
Una piedra-figura, una piedra-signo. Un pensamiento lapidario decíamos: pensar a los piedrazos. Proyectada, lanzada, atravesando el aire. Como flecha resiste el tiempo y esculpe algún rostro imaginario: el de la muerte, y así también su sonido pétreo sigue poblando y hechizando el desierto. Esa es su dura seducción para una física imposible, la ígnea presencia del confín y lo recóndito en un suspiro del alma. El hálito pétreo de las piedras sonoras, las piedras silbantes, las piedras inhalantes. Así su pneuma del retorno, respiración fósil y aliento vital, restituye lo inorgánico.
La piedra marcada y que marca es la metáfora multiplicadora de imágenes. Piedra poética, anima e insiste, hace mundos. Quizás el gesto de intervención medite en cómo hacer a esa piedra comprensible; o también, en el cómo de su secreta alquimia. Y quizás eso sea el pensamiento. El peso cediendo a las manos de ese que hace a la piedra por vicio. Del que la toma, del que la tira. Del que la arroja y con ella lanza una gramática impronunciable.
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